La semana pasada ya manifesté mi absoluto fervor por los programas de cocina. Espacios tan variopintos como Con las manos en la masa, los programas de Arguiñano, Guerra de cupcakes, Todos contra el chef o Esta cocina es un infierno son algunos de mis programas culinarios favoritos pero, ojo, aún quedan los mejores.
Gestmusic parió este concurso, allá por 1999, en el que dos equipos (los tomates y los pimientos) hacían de pinches de cocina de dos chefs con el objetivo de llenar el cesto de la compra con menos de 1.000 pesetas (6 euros, flípalo) y hacer un menú de postín en 20 minutos. La presentadora de este programa era la mítica Mayra Gómez Kemp, quien además conseguía ganarse el favor del público asistente al darles a probar los manjares (o despropósitos, que de todo había) que cocinaban ambos equipos.
De hecho, se puede decir que Tomates y pimientos abrió la veda de los concursos de cocina, aunque en su momento no triunfara (anotó un share medio de 16,9%). Sin embargo, fue pionero al darle esa pátina de entretenimiento a un programa de cocina y contribuyó a desmitificar la idea de que, para preparar algo sabroso, había que tirarse horas entre sartenes, ingredientes imposibles y técnicas culinarias de vanguardia. Esto, sumado a la obsesión de Arguiñano por hacernos comer bien, saludable y rápido, hizo que los programas de cocina empezaran abandonar los cocidos con dos dedos de grasa y las salsorras de turbulenta digestión y descubriesen la plancha, la papillote, el horno o el vapor.
Os pongo en situación: la mayor parte de mi vida he vivido en Barcelona, con lo que sintonizar Canal 9 era harto imposible. Por ese motivo me perdí clásicos noventeros de la televisión como Tómbola o, por supuesto, el programa que nos ocupa: En casa de Bárbara. Esta maravilla audiovisual duró cinco años como cinco soles en la tele valenciana, durante los cuales la ex-nuera de Nagore Robles cocinaba para su rebaño de seguidores dos platos diarios con esa actitud tan de vedette de revista que le rodea siempre.
Dicen las malas lenguas que el programa llegó a modo de contraprestación desde la dirección de Canal 9 por un veto de última hora a una intervención suya en Tómbola donde iría a contar detalles de su relación amorosa con un señor que manda mucho en España a pesar de tener una hija imputada y amigas entrañables en Alemania, y la verdad es que la cosa no funcionó del todo mal. No en vano, los cinco años que se tiró Bárbara Rey en Canal 9 mostrando sus dotes culinarias le sirvieron, al menos, para ganar Esta cocina es un infierno un par de años después. Para que luego digan que en la tele no se aprende nada.
Entramos ya en el top 3 con este magnífico programa, del que me declaro fan absoluto. Eva Arguiñano, que además de ser hermana de Karlos nos enseñó que la repostería de verdad no tiene nada que ver con los frostings, cupcakes y demás aberraciones yankis, fue la encargada de tomar las riendas de Hoy cocinas tú en el que, en efecto, el que pringaba era el concursante. La base de Hoy cocinas tú era un señor (o señora) que solía tener menos idea de cocinar que yo de física nuclear y que iba a la tele a que Eva Arguiñano le enseñase a preparar algo medio decente para salir del paso y poder alardear ante sus seres queridos de que la Arguiñano le ha enseñado a hacer un bizcocho.
Lo bueno que tenía es que, después de ver cómo la chef enseñaba al concursante a elaborar el plato principal y el postre, luego le mandaba a su casa con un par de cámaras para documentar cómo éste iba a la compra y preparaba el suculento ágape a sus invitados. El resultado solía ser un desastre sin precedentes, con concursantes sustituyendo ingredientes al buen tuntún, reinventando recetas, churruscando carnes, recociendo legumbres, calcinando pescados o maltratando hortalizas mientras Eva Arguiñano emergía, cual aparición mariana, en una ventanita en la esquina inferior izquierda (o derecha) de la pantalla para recriminar al cocinillas de turno por su libérrima interpretación de la receta que ella con tanto ahínco preparó. Un programa imprescindible.
Cómo olvidar Masterchef, este OT de cocineros amateur que ha robado el corazón a media España. Incluyo Masterchef y no TopChef porque, sinceramente, me parece más divertido ver cómo evolucionan las artes culinarias de gente que podría ser mi vecina de abajo que ver cómo lo hace gente que ya se dedica a este noble oficio. Si algo ha conseguido Masterchef, además de hacer que Maribel deje de ser una ama de casa aficionada a las alcachofas para converitrse en concursante de ¡Mira quién baila!, es contribuir a alimentar el hype de los programas de cocina en España.
Gran parte del éxito de Masterchef reside en el hecho de que cualquiera de nosotros con una mínima gracia en esto del guisar puede sentirse identificado con alguno de los concursantes. ¿A quién no le ha pasado lo que a Cerezo, que intentó con toda su buena fe hacer una tarta de queso y arándanos digna de escaparate de pastelería pija y le acabó saliendo un emplasto rojizo que parecía haber sido digerido y regurgitado? ¿Quién no ha presumido de ser capaz de preparar un arroz de esos de querer dar gracias a la virgen del Perpetuo Socorro después de cada cucharada que te llevas a la boca y, a la hora de la verdad, conseguir un amasijo de almidón y guisantes pochos que puedes usar para rellenar las grietas de las paredes de tu casa? El triunfo de Masterchef es demostrarnos a todos que, además de poder preparar grandes platos con un poco de esfuerzo, el fracaso absoluto forma parte del proceso de aprendizaje gastronómico. Yo, al menos, cuento las horas para que empiece la segunda edición.
Me ha costado decidirme pero, realmente, Pesadilla en la cocina es mi programa gastronómico favorito. Ya me parecía increíble que existiesen restaurantes tan desastrosos cuando era Gordon Ramsay quien los intentaba reflotar, pero hasta que llegó Chicote no caí en la cuenta de que España está llena de restaurantes caóticos que almacenan carne cuasi putrefacta en cámaras que no se limpian desde que cayó el Muro de Berlín y que sirven ensaladillas rusas que, a poco que les des cuatro palmas, te bailan la yenka en el trayecto desde la cocina a la mesa.
Pesadilla en la cocina nos ha devuelto, de alguna manera, a la España real que hay en las calles de nuestros pueblos y ciudades y se aleja de esa que venden los medios llena de Estrellas Michelín, esferificaciones, aires de gambas del Cantábrico y tortillas deconstruidas. Esa España de croquetas pétreas, de garbanzos que parecen perdigones, choricillos radiactivos al vino blanco y patatas bravas que, en realidad, son Pringles bañadas en ketchup. Chicote, además de echarse las manos a la cabeza ante los mayores desastres gastronómicos que se hayan podido ver jamás en televisión (esas croquetas con textura de erizo que en realidad eran bolas de cemento rebozadas en fideos de sopa), hace una labor encomiable de coaching y ayuda a aquellos que, por desgracia o dejadez, tienen un negocio de restauración ruinoso que puede terminar llevando a sus dueños a la quiebra o a sus clientes a la UVI.
Mención especial: Ven a cenar conmigo
No podía cerrar este top ten sin dedicarle unas líneas a Ven a cenar conmigo, programa que ha batallado seriamente con Pesadilla en la cocina por ser mi espacio culinario favorito. Si en el caso del programa de Chicote lo que le fascina a uno es ver las entrañas del bar Paco que todos tenemos al lado de casa, en Ven a cenar conmigo se unían varios conceptos: el reality, la cocina, los despropósitos, la voluntad de aparentar y el hijoputismo más visceral.
Durante una semana, cinco concursantes (a uno por día) se convertían en anfitriones de una cena en su propia casa, de cuyo menú debían facilitar una copia al resto de comensales y a cuyo término los invitados puntuaban. Al final de la semana, cuando todos habían comido y cocinado, llegaba el recuento de las votaciones (de hecho hasta podían cambiar los votos que habían otorgado a sus compañeros previamente) y el ganador se llevaba un suculento premio de 6.000 euros. Lo mejor de todo es que los cinco concursantes acababan siempre a la greña, con lo que a medida que iba avanzando la semana el nivel de mala leche aumentaba y, con él, las posibilidades de que alguien resultara herido. Creo recordar que el programa se mantuvo en antena de forma ininterrumpida durante un montón de meses hasta desaparecer sin dejar rastro. Una pena, porque Ven a cenar conmigo era un programón con todas sus letras.
Y además:
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