En los lejanos años noventa, las series se veían de manera muy diferente a como lo hacemos ahora. Solían llegar con varios meses (sino años) de retraso, sin ningún tipo de orden y sujetas a la perversa contraprogramación, reprogramación y extenuante reposición de las recién nacidas cadenas privadas, que no querían perder ni una décima de share. En aquella época, desconocíamos lo que eran las temporadas -los episodios se numeraban de forma correlativa-, no habíamos visto nunca un teaser y no estábamos pendientes de los upfronts porque, entre otras cosas, no teníamos ni idea de qué narices era eso.
El 22 de septiembre de 1994 se emitía por primera vez en la NBC la mejor sitcom de la historia. Y aunque no llegaría a España hasta más de tres años después -el 27 de noviembre de 1997, de la mano de Canal+-, somos legión las personas que en este país nos consideramos fans acérrimos de Friends.
Recuerdo que, durante una época de mi vida, estuve altamente obsesionado con esta serie. Mientras que, con catorce años, la gente se volvía con loca con grupos de música, novelas de fantasía, juegos de rol o deportes en equipo, yo me convertí en un friki de Friends: me grababa en vídeo (hablamos de VHS, chavales, superad eso) los episodios que emitía Canal+, volvía a verlos una y otra vez, me compraba las revistas en las que aparecía alguna mención a la serie, adquiría los CDs con las canciones de la serie y, ya cuando internet llegó a mi vida, rebocé mi ordenador con fondos de pantalla, iconos, sonidos, protectores de pantalla, fuentes y demás porquería de mi serie favorita.
Estoy seguro de que lo que me pasó a mí le ha pasado también a más de una persona. En una época en la que no había la apabullante oferta de series que tenemos ahora, Friends era un soplo de aire fresco en la parrilla televisiva. En apenas 22 minutos, cada capítulo de Friends concentraba y resolvía una trama principal, varias tramas secundarias, desarrollaba el arco argumental de la temporada y, además, hacía reír a mandíbula batiente. Y esto fue así durante 234 episodios, sin bajar el ritmo, perder un ápice de su genialidad o dar muestras de desgaste.
Arrastrado más por la efeméride que por las ganas reales, hace unos días volví a ver, por enésima vez, los primeros episodios de la primera temporada de Friends. Y desde la llegada de Rachel al Central Perk vestida de novia y huyendo de una vida que no quería vivir uno se da cuenta de que pocas series envejecen tan bien como Friends. ¿Seguirá teniendo gracia Modern family dentro de unos años? ¿Se seguirá la gente emocionando con Cómo conocí a vuestra madre dentro de un par de décadas? ¿Esbozaremos una sonrisa al recordar el 'toc-toc, Penny, toc-toc, Penny...' cuando ya haga tiempo que haya terminado The Big Bang Theory?
Puede que la clave de la perdurabilidad de las tramas de Friends sea que la serie trata sobre algo que nos ha pasado a todos y que le seguirá pasando a la gente hasta el fin de los días: esa época en tu vida en la que ya no eres un crío pero tampoco eres un adulto, en la que tienes que empezar a poner los cimientos de tu vida y, de repente, estás tan lleno de dudas e inseguridades que no sabes hacia dónde tirar. Es en esa época en la que tus amigos son tu lugar seguro, la gente con la que cuentas sin dudarlo ni un segundo, aquellos con los que compartes tus frustraciones y alegrías con los que descubres que crecer y cagarla periódicamente es mejor cuando se hace en compañía.
Y más allá de Smelly cat, de "estábamos tomándonos un descanso", del Central Perk, de Janice y su "Oh Dios mío, de Gunther y su amor secreto, de ese "Yo, Ross, te quiero a ti, Rachel", de conseguir que todas caigan a tus pies con un "¿Cómo va eso?", del tío feo desnudo, de contar que estuviste un año de mochilero por Europa, del Unagi, de la señorita Chanandler Bong o de reconocer cuándo alguien es tu media langosta, el gran mérito de Friends es que todavía le hace a uno reír.
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