Esta mañana, mientras me tomaba el café previo a acometer la jornada laboral, le echaba una ojeada a las páginas de televisión del periódico. En mi absoluta somnolencia no me di cuenta de que hoy es lunes y que, oh dioses antiguos y nuevos, en Telecinco emiten un nuevo episodio de La que se avecina. Con un ansia que ríete tú de Terelu Campos ante una bandeja de magdalenas me dispuse a leer la breve sinopsis del capítulo, y lo que me encontré me dejó desconcertado: "Nuria Roca participa hoy dando vida al personaje que organizará la boda de los Recio". ¿La boda de los Recio? ¿Hola?
¿En qué momento decidieron volverse a casar los Recio y abandonar el concubinato concupiscente? ¿Cómo tuvo lugar esa proposición? Y lo más importante, ¿por qué no me acuerdo de ello? Más temeroso que Nicki Minaj en los probadores de un Bershka, empecé a plantearme si ese vacío en mi cerebro al respecto de las tramas montepinarianas no se debería a la fatal posibilidad de estar sufriendo un caso de Alzheimer precoz a mis 31 años (¡ay!) recién cumplidos. Y cuando ya me veía sentado en una silla de ruedas, con las piernas tapaditas con una manta de cuadros y siendo empujado por una chica que está más pendiente de responder whatsapps que de velar por mi integridad física, caí en la cuenta que todo tenía una explicación más sencilla: si no me entero de lo que pasa en esta temporada de La que se avecina es porque no aguanto más de treinta minutos viendo el capítulo. Sí, amigos: a partir de las once y pico de la noche ya me he quedado dormido en el sofá.
Confieso sin pudor alguno que soy, no ya fan, sino talifán, de La que se avecina. Cuando estoy en casa y tengo demasiadas pocas ganas de pensar, mis dedos van solos al mando a distancia a pulsar el canal en el que tengo sintonizado FDF (que, como todo el mundo sabe, divide su parrilla diaria en episodios de La que se avecina y episodios de Aída) esperando encontrarme la enésima reemisión de mi serie española favorita para poderla visionar mientras pongo la mente en blanco y dejo que mi sofá abrace mis carnes morenas. Pero las únicas veces que consigo ver un episodio entero de La que se avecina sin caer en los brazos de Morfeo es cuando éste se emite en horario de tarde. Vamos, como le pasa a la gente mayor.
"Pero si puedes verlos por Mitele cuando te dé la gana, so antiguo", diréis vosotros no sin razón. Y sí, conozco esa posibilidad pero, oye, me da tanta pereza aguantar los interminables tiempos de carga de la app de Mitele en el iPad que acabo dándome por vencido y confiando en la enfermiza obsesión de FDF por repetir episodios de La que se avecina hasta bien entrado el siglo XXXVIII.
Soy consciente de la elevada carga de viejunismo que va asociada a este post pero, chico, necesito desahogarme: ¿Es absoluta, estricta y completamente necesario que el prime-time en este país empiece a las 22:40 de la noche? No es que pida que a las 21:00 estemos todos cenados y listos para ver un episodio de 55 minutos de duración de nuestra serie favorita o una gala de un par de horas del reality de turno pero, joder (con perdón), ¿no podemos encontrar un punto intermedio? ¿O acaso todo se trata de un plan del gobierno para que durmamos cuantas menos horas mejor para así ser más manejables y podernos colar todos los ajustes, impuestos, leyes y atracos a mano armada que se les antoje sin que nuestro cerebro tenga capacidad de reacción por haber dormido sólo cuatro o cinco horas?
Creedme, a nadie más que a mí le gustaría pasarse hasta las dos de la madrugada viendo la gala de turno de Gran Hermano. Pero los que nos tenemos que levantar a las 6:30 de la (también) madrugada porque entramos a trabajar a las ocho y vivimos a tomar por culo de la oficina no podemos asumir este despiporre horario si no queremos quedarnos dormidos encima del teclado o en el hombro del jefe durante una reunión maratoniana. A esto hay que sumarle la obsesión que tenemos en España con estirar la duración de los programas hasta la náusea; hace poco leía que una agrupación de guionistas se quejaba de que lo agotador de escribir episodios de series porque supone, en España, tener que escribir películas debido a la exagerada duración (casi una hora y cuarto) que tiene cada capítulo. Y ni falta hace hablar de esas cuatro horacas que duran los programas estrella de cadenas de Telecinco, que se plantan en los doscientos cuarenta minutazos -que se dice pronto- sin pestañear.
Desde aquí hago un pequeño llamamiento a la cordura. Programadores, miembros de los consejos de administración de las cadenas de televisión, políticos que estáis en comisiones varias del Congreso, sindicatos de guionistas, virgen de Almatosa, quién sea: adelantad el prime time, aunque sea a las 21:45. Ya sé que se resentirán las audiencias y todo lo que queráis, pero me da igual. Las contracturas de mi espalda tras despertarme a las tres de la mañana en el sofá, las ojeras de oso panda que adornan mi cara cada mañana o los centenares de euros que me gasto cada día en café os lo agradecerán.
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