Cuando empecé a ver Making a Murderer no sabía dónde me metía. Había leído que medio planeta se había vuelto loco con este documental que Netflix había publicado a mediados de diciembre, pero ni de lejos pensé que acabaría dejándome tan tocado. Debo añadir que tampoco elegí yo el mejor momento de mi vida para verlo -digamos que no estoy en un estado de ánimo chispeante-, pero cuando anoche terminé el décimo y último episodio me sentí como si me hubiesen dado una paliza y me hubiesen abandonado sobre un bloque de hormigón, solo en medio de la nada.
(Ojo: a partir de aquí hay spoilers)
Para los que no sepáis de qué estoy hablando, contextualizo: Making a Murderer es un documental de diez episodios de 60 minutos cada uno en los que se explica el caso de Steven Avery, un hombre de la América profunda que pasó 18 años en la cárcel por un crimen que no cometió. Dueño de un desguace en la población de Manitowoc, en el estado de Wisconsin, Avery ingresó en prisión en 1985 acusado de violar a una mujer y no salió hasta 2003, cuando las pruebas de ADN verificaron que él no había sido el autor del delito. Pero el final del primer capítulo, cuando se apunta a la incriminación de Steven en un asesinato por parte de las autoridades, uno ya ve que este documental por capítulos no puede acabar bien.
Y así es. Making a Murderer no para de darte golpes: un puñetazo de realidad en el estómago, otro en las espinillas, otro en el costado, varios en la cabeza... El mundo real, el que habita tras la puerta del vecino, desvela toda su crudeza en este documental y demuestra, punto por punto, la sobada máxima de que la realidad siempre supera a la ficción.
Making a Murderer es la historia de David contra Goliat, pero en este caso es el gigante quien acaba aplastando sin remedio al joven de la honda. Y no sólo una, sino varias y repetidas veces. La sospechosa aparición de pruebas como si no pasara nada, las indignantes prácticas policiales irregulares que parecen no importarle a nadie excepto a la familia Avery y a cuatro abogados defensores, la incompetencia manifiesta, la corrupción latente, la maldad agazapada, las oscuras intenciones, la manipulación de personas, datos y (en definitiva) de todo lo que se preste a ser manipulado, la demagogia, el aprovecharse de quien es intelectualmente inferior a ti... Los diez episodios de este documental van, poco a poco, minando la fe de uno en la humanidad.
Y cuando creías que ya estaba, cuando en el penúltimo episodio ves que sobre Brendan y Steven cae todo el peso de la autoridad (que no de la ley) sin ningún tipo de miramiento, va el último episodio y te remata: en una hora, te caen hostias como panes; una por cada negativa judicial a repetir el juicio, por cada petición de apelación anulada, por cada privación de derechos, por cada lágrima de Dolores y Barb.
Dos planos hay en este episodio final, dos, en los que se me partió el alma: el primero es en la cocina de la casa familiar, en el que las madres de Steven y Brendan están sentadas y defienden, por enésima vez, la inocencia de sus vástagos. Pero no es una defensa visceral y apasionada, ya no. Es una defensa desde el cansancio, desde el hastío, desde quien se sabe perdedora por definición y a quien sólo le queda su convicción personal porque todo lo demás se ha derrumbado. Barb puede que vea a su hijo, encarcelado con 16 años, salir de prisión a los 58. Dolores puede que ya nunca más lo haga.
El otro plano llega después de la primera visita con contacto físico de los padres y la pareja de Steven en la cárcel de Waupun, donde aún hoy cumple condena. Esos segundos en los que vemos a ese matrimonio anciano cruzando la calle, a ese par de personas que tienen a un hijo y a un nieto en la cárcel, puede que sean los más tristes que nos ha dado la televisión en 2015. Un coraje que no cesa, una determinación que estará ahí hasta el último aliento de vida, pero lastrados por un agotamiento, físico y emocional, al que nadie debería estar sometido jamás.
Making a Murderer es la historia de cómo las cosas no siempre acaban bien, de cómo el bien a veces no triunfa y de cómo el poder puede llegar a ser tan injusto que no sólo no puedas luchar contra él, sino que pase por encima de ti como una apisonadora. Y aunque estamos acostumbrados a ver hambrunas, guerras, ataques terroristas y mil cabronadas más en televisión, no es hasta que nos sumergimos en el detalle que podemos sentir la tristeza de una madre, la desesperación de una familia o la indignación ante la miseria humana. Si empezáis Making a murderer -cosa que os recomiendo encarecidamente-, preparaos para acabar hechos polvo. Pero, como decía al principio, hay hostias de realidad que a veces son necesarias.
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