Si vivís en Barcelona o sois asiduos a coger su metro a eso de las ocho de la mañana, es posible que alguna vez os crucéis conmigo: me reconoceréis fácilmente porque, además de ser amarillo y tener los ojos saltones, voy pegado a mi smartphone consultando audiencias, husmeando en Tuiter o viendo una tras otra las absurdas listas que elabora BuzzFeed. Y ha sido hoy, durante mi rutina lúdico-tecnológico-informativa cuando me he topado con varios tuits que proclamaban el mayor drama, una tragedia sin precedentes, una hecatombe personal de dimensiones bíblicas que ni el mismísimo Sandro Rey podría haber llegado a predecir: Bea, la Marquesa de GH7, asegura estar en la ruina y en la calle. Y no porque haya bajado a por pan, no, sino porque ha sido desahuciada. Sí, amigos, la señora que se cabreaba porque metían en la lavadora sus pashminas de barba de cabra del Himalaya (cuando la gitana de mi barrio te las vende igual de resultonas, sin ser de pelo de cavicornio nepalí y encima te regala unas bragas a juego) sufre en sus carnes la maldición de Gran Hermano: pasar de la gloria de la fama al hoyo más profundo del olvido furibundo.
Ser concursante de GH es un oficio de riesgo, más aún que el de pocero o el de logopeda de Paz Padilla. Porque claro, uno entra en la casa con toda la ilusión del mundo y la boca llena de lugares comunes como "yo he venido aquí para vivir la experiencia", "espero conocer gente maja" o "estoy abierto a enamorarme en la casa" y, sin darse cuenta, acaba convertido en una Sonia Arenas cualquiera. ¿Qué sucede durante el proceso? ¿En qué momento pasa uno de ser una persona normal con curiosidad por vivir la experiencia de Gran Hermano y sale más transtornado que Noemí Merino cuando se le acaba el Lexatín?
Yo no he vivido en la casa de Gran Hermano: tan sólo pasé en ella tres cuartos de hora durante una visita que nos hicieron los compañeros de ZeppelinTV cuando yo trabajaba en Portalmix. Durante esos cuarenta y cinco minutos, me dio tiempo a comprobar lo angustioso que es vivir con un suelo inestable debajo del cual corren innumerables cables y bajo un cielo de focos que emiten calor y una luz cegadora. Esto sin contar con el olor a choto que despedían las habitaciones (combinado con el terrorífico "y los concursantes de este año son limpios" que nos soltó la chica de producción que nos hizo el tour), la comida en estado de putrefacción que reposaba sobre la encimera de una cocina sucia, las cámaras que seguían tus movimientos pormenorizadamente, el ruidito del zoom óptico de la cámara cuando te está intentando sacar un plano detalle del grano que te salió por la mañana o el deprimente techo de red del jardín de plástico, que te hace sentir como en la jaula de los mandriles del zoo. También tuve tiempo de sentarme en el confesionario y de quedarnos encerrados en la casa porque la chica de producción no se trajo la llave para salir de ella.
Cuando al fin salimos, mi mente extrapoló lo que sería multiplicar esos tres cuartos de hora por la cifra que daría 120 días con sus 120 noches y por poco me dio un pasmo. De alguna manera, y durante un par de segundos, entendí la furia de Tatiana de GH11, los arrebatos de celos de Desi de GH4, el frenesí amatorio de Miriam de GH Catorce, las depresiones ciclotímicas de Lorena Ungles Cuques, los ladridos constantes de Laura Campos o los constantes engordes de Gisela (GH9) y Saray (GH11). Sí, Gran Hermano puede transtornarte, pero lo peor no está en la casa: está fuera.
Porque claro, uno sale de repente a un mundo que ha seguido girando más allá de tus trifulcas en Guadalix y te encuentras más pirada, más gorda, más desvergonzada, con menos dignidad, con nulas posibilidades de encontrar trabajo y ante una entrevista con Mercedes Milá en la que puede encumbrarte al Olimpo de sus concursantes favoritos o destruirte hasta convertirte en un mojón porque no le ha gustado cómo has llevado tu paso por la casa. Ahí empezarán los Deluxe, los paseos de plató en plató intentando restaurar una dignidad perdida, las portadas en la Qué me dices o en la revista Sálvame y, si eres chica, un reportaje en Interviú donde enseñas las tetas y cuentas cualquier intimidad de la casa que no le interesa ya a nadie (cuando hay mamellas al aire, lo demás es un añadido).
Y finalmente te verás yendo y viniendo de discotecas infectas de provincias en las que te pagarán cuatro duros por pasarte la noche haciéndote fotos con chonis y gañanes de periferia, te harás un Tuiter porque es lo moderno y verás que ni así remontas, mendigarás una mini entrevista en Qué tiempo tan feliz o en la hora golfa del Deluxe, dilapidarás la pasta que habrás ganado y te encontrarás, de repente, sentado en el sofá de tu piso de alquiler mirando el móvil a ver si te llaman para concursar en El Campamento de Verano, en Mira quién salta o en cualquier otro subproducto de serie Z que le dé por parir a Telecinco. Si no, siempre puedes hacer como Indhira e irte a Bournemouth a ser dependienta del Kentucky Fried Chicken.
Pero si eres inteligente y tú, astuto lector, acabas convirtiéndote en concursante de GH15, haz como Koldo de GH1, Rodrigo de GH9, Carol de GH11 o cualquier otro concursante de cuyo nombre ahora no me acuerdo: deja los montajes, el famoseo momentáneo y las ansias de convertirte en el nuevo Kiko Rivera. Tu bolsillo, tu reputación y la gente ante la que te sientes en una entrevista de trabajo te lo agradecerán enormemente. Y valora compartir piso con la Marquesa, pobrecita ella.
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