"You can't take a picture of this, it's already gone."
Así empezaban los que quizá son los últimos minutos más tristes, emotivos y a la vez redondos y brillantes que jamás se hayan emitido en televisión. Si, como yo, sois de esos que veneráis el último episodio de A dos metros bajo tierra como si de la Virgen del Perpetuo Socorro se tratase, seguramente ahora se os haya puesto la carne de gallina. Y es que tal día como hoy de hace 15 años, un 3 de junio de 2001, la HBO nos presentaba a la familia Fisher.
Seamos sinceros: A dos metros bajo tierra lo tenía todo. Tenía un argumento sólido, unos personajes memorables, un desarrollo exquisito y, de nuevo, un final antológico. Ese verano de 2001, la muerte apareció en las pantallas de televisión no como una tragedia o un melodrama que aplasta tu vida de repente y te deja tan confundido que no sabes hacia dónde tirar, no. Alan Ball, creador de la serie, nos presentó a una muerte cotidiana, del día a día, que se sienta a comer en la misma mesa que tú.
Y nos acabamos acostumbrando a esta nueva muerte a golpe de fallecimientos estúpidos: hombres que caen en una trituradora de comida, mujeres que mueren solas y nadie se da cuenta de ello hasta pasados varios días, hombres que ven cerca su final y deciden aparcar el coche en la puerta de la funeraria para dejarlo todo listo de cara al sepelio... La muerte está ahí y para algunos es su modo de vida; entonces, ¿por qué no relativizarla un poco?
A diferencia del padre de Veda en Mi chica, la familia Fisher no llevaba bien convivir con la muerte. Mejor dicho, no llevaban bien convivir con ellos mismos. A este poderoso fondo argumental se le juntaban unos personajes con unos graves problemas de comunicación, de habilidades sociales, de aceptación, de respeto. Pero nadie parece darse cuenta de que la vida tranquila que llevan es una frágil fachada, no al menos hasta que Nathaniel padre muere atropellado en el episodio piloto cuando va a recoger a su hijo mayor al aeropuerto. Esa muerte, la primera de toda la serie, es la que desencadena el que es uno de los mejores desarrollos de personajes de la historia de la narrativa audiovisual. Toma ya.
Nunca me despertó demasiada simpatía Nate. De hecho, no soportaría tener en mi vida a ninguno de los protagonistas de A dos metros bajo tierra. Su permanente síndrome de Peter Pan me ponía de los nervios, la falta de nervio, aceptación y personalidad de David me hacía querer estamparle contra la pared, la actitud de rebelde incomprendida de la absurda de Claire -que estaba de sobras capacitada para hacer lo que le diera la puta gana con su vida- me ponía enfermo, el egoísmo y el permanente drama de Ruth me agotaba y la permanente voluntad de Brenda de destruirse a sí misma y a todo lo que le rodeaba me daba arcadas. Pero, joder, les echo mucho de menos.
Echo de menos las veces en que me identifiqué con Nate cuando ansiaba cambiar su vida pero le pesaba tanto el culo que era incapaz, con David cuando su ineptitud para comunicar sus sentimientos le acababa llevando al pozo, con Claire siempre que pensaba que el común de los mortales es gilipollas y sólo borracho como una cuba les puedo soportar, con Ruth cuando he creído que a nadie le importo yo (con lo que yo sufro, joder) o con Brenda cuando creo que mis problemas son siempre por culpa de los demás. Y esa es la grandeza de A dos metros bajo tierra.
Recuerdo una escena, sería del último o penúltimo capítulo, cuando Ruth habla por teléfono con la hija de George sobre la muerte de Nate. Esa secuencia, con un diálogo perfectamente medido, un montaje excelente y una interpretación soberbia, recuerdo que hizo que me sintiese Ruth por unos instantes: noté el alivio instantáneo de un peso que aplastaba mi pecho, igual que le pasa a ella. Y es ahí, en ese momento, cuando empecé a creer que no puede existir mejor personaje en una serie de televisión que Ruth Fisher. Y fue entonces cuando se confirmó lo que ya me imaginaba: A dos metros bajo tierra es mi serie favorita.
Aún hoy, después de habérmela visto entera un par de veces, sigo estremeciéndome al recordar su epílogo y sigo sin poder evitar que se me llenen los ojos de lágrimas cada vez que escucho el Breathe Me de Sia. Puedo decir que gracias a A dos metros bajo tierra he aprendido muchas cosas, de mi vida y de la condición humana. El retrato de unos personajes imperfectos, duales, capaces de lo mejor y de lo peor, que viven su vida como la propia vida les deja hacerlo, y en los que los secretos y el miedo a descubrirse en toda su desnuda verdad hacen que sean tan humanos, tan poliédricos e imperfectos como nosotros mismos. Como yo. Como tú que lees esto.
Y el recuerdo de las lágrimas que seguían corriendo por mis mejillas minutos después de ese último fundido a blanco siempre estará ahí presente para que no olvide cuánto amé a la familia Fisher, para que no olvide el miedo que tengo a convertirme en uno de ellos y para que no olvide que, cuando alguien diga que una serie es perfecta, yo siempre acabe diciendo que sí, pero que como A dos metros bajo tierra no hay ni habrá nada.
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