- Qué nombre más bonito - comenté, cortésmente, la primera vez que me atendió en la barra.
- ¿Te gusta? Es la forma polaca de Irene, que viene del griego "Eirene" y significa Paz - me respondió, dedicándome una sonrisa tan hermosa como ella misma.
- Ah, ¿eres polaca? - pregunté, más que nada para poder seguir charlando con ella.
- No, italiana. De Nápoles. Pero mi padre sí es polaco, aunque lleva viviendo en Italia desde que tenía diecinueve años.
- ¿En serio? ¡Que mezcla más exótica! Pues hablas genial el castellano. Casi no se te nota nada de acento.
- ¡Que amable! Muchas gracias - musitó a media voz, desviando la mirada con timidez mientras me tendía mi Moka praliné. Más adelante descubrí que había venido a España con una beca Erasmus de intercambio y que una vez aquí había decidido quedarse un par de años más para perfeccionar el idioma. Día a día, café a café, nos íbamos poniendo al corriente de nuestras respectivas vidas y de nuestras peripecias por la capital. Al fin y al cabo, los dos éramos forasteros en tierra extraña. En ocasiones podíamos charlar hasta cinco minutos seguidos sin que nadie nos interrumpiese, pero la mayoría de las ocasiones teníamos que limitarnos a intercambiar un cálido saludo junto con el pedido.
Mi sitio favorito era una mesa con butacón cerca de la entrada y al lado de la cristalera, desde la cual tenía a la vez una estupenda vista de la calle así como del mostrador, y más de una vez me sorprendía a mí mismo buscando con la mirada la grácil silueta de Irenka mientras se movía por el local. Otras veces era ella la que se acercaba a saludarme con cualquier excusa (pasar el paño, o recoger la mesa) y continuar la conversación ahí dónde la habíamos dejado.
- Uf. No entiendo cómo puedes meterte todo eso en la cabeza - decía, señalando hacia la ingente montaña de apuntes.
- Te confesaré un secreto: sólo me estudio la mitad, y después rezo para que la mayoría de las preguntas sean de los temas que he preparado.
- ¡Venga ya! No te creo. Tienes demasiada pinta de empollón.
- Sí, claro. Todos los que usamos gafas somos unos genios. Ya podía - replicaba yo, con sorna, mientras mis ojos acariciaban con vida propia la delicada arquitectura de su rostro.
(Continuará)
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