Nunca olvidaré aquel 25 de diciembre, cuando tenía solamente siete años y me desperté ilusionado para descubrir que había dejado Papa Noel en el comedor de casa. Con el pijama puesto y la cara sin lavar, me dirigí corriendo al árbol de navidad y únicamente encontré un paquete envuelto con papel brillante de un color rojo que siempre permanecerá en mi memoria. Llevaba mi nombre en letras grandes, y rápidamente cogí el bulto rompiendo el papel para ver que se escondía tras el.
Era la colección de Celia en VHS, tres cintas que contenían los seis capítulos que se rodaron antes de ser fulminada. Una lástima que debido a la crisis que sufría TVE por aquel entonces, la serie se viese obligada a cancelar la continuación de la misma, paralizando el rodaje.
La ilustración de las cintas era de un color fuscia con las letras en un amarillo chillón y pequeñas fotografías de los capítulos. No se cuantas veces la vi, cientos, supongo.
Mi madre me chantajeaba con la posibilidad de poder ver un capítulo si me aprendía las tablas de multiplicar. Y lo lograba. La atracción que me invadía por Celia resultaba abrumadora. Me sentía identificado con la rebeldía de la protagonista y con su descontento ante las normas impuestas. Me apasionaba su sensatez y su valentía, y me encantaba cantar una y otra vez la canción de la cabecera de la serie. Una letra que jamás olvidaré.
Cuando ves la serie siendo un niño, solamente te quedas con las aventuras y ocurrencias de Celia. Hay que ser adulto para visionar esta estupenda ficción y poder percatarse de lo que va más allá del mero envoltorio. La historia de Elena Fortún pone de manifiesto aspectos como la pobreza que se vivía en la época, las costumbres de la alta burguesía, la obligatoria educación católica y la ambición de una mujer que a veces prefiere salvaguardar su estatus obviando su responsabilidad como madre. Es entonces cuando el espectador comprende, que detrás de las aventuras de Celia, se esconde el verdadero espíritu de una persona que no se rinde y que no se achanta, cuestionándose constantemente a ella misma y al mundo de adultos que la rodea y que condiciona su vida.
Pero afortunadamente, Celia no esta completamente sola. Una de sus mayores cómplices es su nana Doña Benita, Aurora Redondo. Una simpática anciana que nada tiene que ver con las cómicas monjas con las que Celia se enfrentará en los tres últimos capítulos.
Es imposible no reírse con Celia, si se se guarda algo de inocencia y niñez en el interior; y se sentirá uno melancólico por el pasado y sus primeros años de vida, donde se es siempre más claro y verdadero, ya que todavía uno no se ha visto obligado a ponerse diversas caretas para protegerse. Es ese precisamente el ingrediente fundamental y más atractivo de la serie: la inocencia y la verdad que perdemos por el camino, y que siempre podremos encontrar en los ojos y pensamientos de la protagonista.
Sería maravilloso que pudiésemos disfrutar de una nueva adaptación de las historias de Elena Fortún, esta vez, con un final digno para una historia que sigue en los corazones de muchos adultos que en su niñez, disfrutaron como locos con las aventuras de este simpático y entrañable personaje.