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Tras las cortinas de Downton Abbey

Martes 12 de Abril de 2011 00:10
 

A veces da gusto toparse con una producción no subvencionada por las arcas estadounidenses, que consigue abrirse camino entre las superproducciones del país norteamericano y se cuela incluso en casa del enemigo. Este es el caso de Downton Abbey, una serie que está disfrutando de un éxito absoluto más allá de las fronteras británicas, donde fue concebida por la productora Carnival Films, y lo hace a velocidad de crucero.

El Castillo de Highclere, en Hampshire, con su estilo victoriano, luce perfecto en su cometido de escenario principal, habiéndose utilizado para el rodaje de exteriores y la mayoría de interiores, reforzando la veracidad de este relato visual. Dicho castillo perteneció, entre otros, a Lord Carnarvon, quien financió la expedición que descubrió la tumba de Tuntankamon y que, posteriormente, dio pie a la leyenda de su maldición, con lo extraño de su muerte. Al parecer, el proyecto ya destilaba cierta magia desde sus cimientos. No podía fallar.

Downton Abbey es el nombre que recibe el castillo en esta ficción que nos adentra en el día a día de la familia Crawley, de la mano de un coherente y sensato libreto, sin la pretensión de ser un elemento diferenciador y ajeno a las inquietudes actuales de la sociedad. De hecho, aborda temas modernos enmarcados en un contexto histórico cuyos acontecimientos discurren dos años antes de la primera Guerra Mundial. Está centrada en el día a día de la vida en el castillo, ubicado en el ficticio condado de Downton, que se ve afectada por el fallecimiento del futuro heredero en el hundimiento del Titanic.

No sé exactamente cuál ha podido ser el factor clave para el éxito de esta producción. Ya se sabe que, muchas veces, calidad no es sinónimo de éxito, ni éxito de calidad. Puede que sea la mano de Julian Fellowes -ganador de un Oscar por de 'Gosford Park'-, quien ha desarrollado el guión, o la interpretación de su elenco de actores. En cambio, bajo mi punto vista, Downton Abbey lo logra con una suma de cuidadosos ingredientes que intervienen en cada una de las partes de su producción, con el justo punto de etretenimiento final que la impulsa a ganarse el favor del gran público. Y es que Downton Abbey podría definirse como un gran reserva, por aquello del perfil de quienes lo consumen: están aquellos a los que nunca podrá gustarles porque no les gusta el vino, los menos entendidos que quizá no sepan por qué, pero saben que es bueno y aquellos más expertos que consiguen deleitarse con todos y cada uno de sus matices.

No puedo decir que nos encontremos ante un producto innovador y revolucionario. Tampoco que posea un ritmo trepidante que consiga mantenernos pegados a la pantalla y quizá ni siquiera enganche desde el primer minuto. Sin embargo, consigue despertar un interés muy particular por el que el espectador necesita consumir más minutos de su metraje. Muy correcto en sus formas y que se deja ver con tremenda facilidad.

En su hilo argumental, de tintes culebronescos, podemos separar varios caminos que tienen como nexo el mismo castillo. Por una parte tenemos las inquietudes y problemas de la familia que lo regenta, enfrascados en las preocupaciones por el futuro del patrimonio tras la muerte del heredero y que mantiene enfrentados puntos de vista entre los distintos miembros de la familia, cada uno con un buen surtido de dramas personales que se van desgranando en cada entrega. Da mucho juego, además, el hecho de que en la época en que se desarrollan los hechos, ciertos sectores de la sociedad comiencen a reclamar derechos para la mujer y su presencia en las urnas. Resulta muy interesante ver como manejan este conflicto aquellas con peso en el seno de sus poderosas familias, que luego reniegan del cambio y de la evolución política, alegando que no es un papel que corresponda a la mujer.

No lejos físicamente, pero sí socialmente, se encuentran los lacayos, criados, amas de llaves y cocineros que conforman el servicio del castillo. En ellos encontramos la parte argumental más cotidiana, con problemas de 'andar por casa', discutiendo incluso temas actuales extrapolados al contexto en que la acción se desarrolla. De notoriedad destacable es la percepción de que, al llevar una vida ligada al servicio de aristócratas con un estatus para ellos inalcanzable y que se convierte en su referencia, ocupen gran parte de su tiempo en debatir sobre los problemas de dicha familia y sus acciones, opinando en todo momento lo que ellos consideran correcto e incorrecto y, muchas veces, ofendiéndose por alguna decisión en particular que ni les afecta directamente ni les incumbe. Es lo que a mí se me antoja como una recurrente metáfora de los mecanismos básicos de la prensa rosa: convertir una vida en pública y ponerla en manos de la audiencia para que sea ésta quien la juzgue, amén de intentar solucionar los problemas ajenos antes que los nuestros propios, tan típico de la raza humana. Los sucesos entre el servicio discurren, en gran medida, en la cocina-comedor, que tan pronto tiene desplegada una ingente cantidad de alimentos listos para ser cocinados o servidos en las salas oficiales, como con la austera pitanza que les corresponde posteriormente. Momento durante el cual podemos ver a todo el tropel reunido en torno a la mesa, donde confluyen algunos de los pasajes más importantes y conflictivos -como la irrupción en la cocina del Conde Grantham para saludar a Jon Bates, el nuevo ayudante de cámara. Las caras de los demás sirvientes no tienen desperdicio-. 'El sitio de los cigarrillos' -así lo he bautizado-, situado junto a la puerta de entrada de los sirvientes, es la zona que más me llama la atención. Pese a su reposada calma, es en este lugar donde 'el lado oscuro' del servicio urde sus calculadas maniobras con frialdad, mientras las degusta en compañía de un buen cigarrillo. Mucha atención a la dupla formada por Sarah O'brien y Thomas -primera doncella y primer lacayo, respectivamente-.

Pero es sin duda la fotografía lo que convierte a Downton Abbey en un espectáculo para la vista. Perfecta compañera al servicio de situaciones y tramas argumentales, con los cambios pertinentes para enfatizar los más variopintos contextos. No podemos pasar por alto el contraste entre las estancias de la familia, con todas las referentes al servicio. En las primeras encontramos colorido, contrastes y una luz cálida -la mayoría de las veces creando con acierto la luz natural que inunda las salas a través de grandes ventanales- y muy limpia. El entorno se presta a ello. Por el contrario, el submundo con el que nos encontramos en las zonas de trabajo, está dotado de colores muertos y tonos grises, donde la ausencia de contrastes juega un papel fundamental para resaltar la posición y situación social de aquellos que lo habitan. Precisamente estos interiores son de los pocos creados en estudio.

La cuidada puesta en escena es también digna de mención. Los personajes se mueven o permanecen sentados en impresionantes decorados y localizaciones. Sus apariciones en cámara son más que correctos, la combinación de movimientos de la misma y la acertada utilización de los distintos tipos de plano en cada una de las situaciones se hace especialmente agradable, aportando profundidad narrativa al relato. Podemos deleitarnos con las escenas de localización exterior y sus magníficas vistas, así como también con el ritmo de algunas de ellas -atención a la escena de caza con perros en los alrededores de Downton Abbey-. Si bien es cierto, también, que no son estos los que predominan, dado que abundan algunos momentos densos -no tediosos- y con bastante contenido, donde priman los dialogos y la interpretación de los mismos.

El elenco de actores se suma al resto de ingredientes de este plato de alta cocina. En ocasiones incluso lo hace más apetecible. Para los amantes de la versión original, ésta se convierte en imprescindible. Es aquí donde más se aprecia el trabajo de los actores, así como los matices en la pronunciación según regiones, como el contraste entre el inglés norteamericano y el más puro anglosajón. Especialmente destacable es la labor de Hugh Boneville -en el papel de Conde Grantham-, que llena la sala con su presencia y aporta todos los elementos que le exige su personaje. No podemos dejar de mencionar, no obstante, la interpretación a cargo de la incombustible Maggie Smith -Condesa viuda de Grantham-, la cual, pese a defender un papel conservador y manipulador, deja escapar momentos entrañables que acaban por conseguir la empatía con su personaje. Además, el dueto que forma junto a Penelope Wilton -Mrs Isobel Crawley-, nos regala una colección de momentos excepcionales.

Precisamente es en los actores donde puede encontrarse un pequeño defecto que no viene precisamente de la mano de su interpretación, sino del número de los mismos. Si bien tal número se presta posteriormente a un sinfín de sucesos, al principio puede resultar algo mareante saber de ellos y aprender sus nombres. Aparecen muchos y en muy poco tiempo. No obstante, es destacable la importancia que van cobrando cada uno ellos con el paso de los capítulos. Este es el caso de la hija menor, Lady Sybil, interpretada por Jessica Brown-Findlay, de la que no sabemos nada en un principio y que se convierte en uno de los principales y más entrañables personajes a medida que avanzan los episodios. Junto con ella, el chófer Branson -Allen Leech-, conforman la pareja joven y fresca que se complementa a la perfección con el resto de la trama.

Por tanto, Downton Abbey es una serie más que recomedable que, si podemos dedicarle un tiempo, nos recompensará con un gratificante viaje que permite al espectador desconectarse por unos minutos de la realidad tangible. Todo gracias a un trabajo bien hecho que bien justifica el considerable presupuesto con el que ha contado su producción.

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Inspirado en 'El mito de la caverna', de Platón, y en la 'Cueva del Áquila' a la que me gusta acudir con mis perros cada vez que hay tiempo y ganas. Como bien decía Platón, las sombras y siluetas que percibimos en el interior de una cueva no son más que distintas interpretaciones de una misma realidad. Tal y como pasa en un blog, en sus comentarios y en la subjetividad de las opiniones.
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