No quería asumir que sólo disponía de diez capítulos, así que alargue el proceso de visionado para tratar así mi adicción televisiva a la serie. Más no pude. Uno tras otro, vi todos y cada uno de los diez episodios de la obra sin pausa alguna. Y, así, presa del influjo violento e hipnótico de la ficción y en un sólo día, vi la primera temporada al completo.
¿Lo curioso del tema? Confesa incondicional de Quentin Tarantino, creí que me resultaría sencillo poder lapidar un subproducto tarantiniano, pero me vi incapaz. Y entonces lo entendí, la serie es singular e individual, completamente paralela a la obra de 1996, y por tanto poseedora de personalidad y carácter propio.
Barrocamente hermosa, grotesca y escandalosamente sensual, "Abierto hasta el amanecer" crea adicción. Y no lo digo porque sea una declarada incondicional del estilo grindhouse made in Robert Rodríguez, si no por el cuidado y esmerado ensamblaje de una serie de catastróficas desdichas vampíricas que, con suma picardía, desgarra lenta y sensualmente una trama insurgentemente nueva y descocada que nada tiene que ver con la historia de violencia y terror iniciada por los hermanos Gecko a mediados de los noventa.
De carácter sorprendente y enérgico, la posiblemente más mimada y cuidada serie televisiva de la actualidad, supone una delicia vampírica no apta para profanos en el universo Rodríguez o incultos en materia cinematográfica. Porque son muchas las referencias al cine o a la televisión las que aparecen de manera extraordinariamente cómica, así como sobrehumano es el delirio y entusiasmo con el que Rodríguez ha querido enamorar al espectador, haciendo uso de un personal e indecoroso estilo difícilmente apreciable el común de los espectadores.
Así pues, y presentada como la delicia vampírica que resulta ser, "Abierto hasta el amanecer" encuentra su fuerza en una portentosa narración y construcción de personajes. Estos últimos, sublimes y elocuentemente violentos, capaces de dotar de vida y sangre a una ficción demencialmente adictiva y entretenida.
¿El toque de gracia? El desgarro magistral con el que el texano cineasta cierra la primera temporada, retornando a su origen cinematográfico a la par que reinventa los hechos, abiertos a cualquier posibilidad creativa que su siempre elocuente imaginario pueda idear en una muy esperada segunda temporada. Después de todo, con Robert Rodríguez a la cabeza, ¿qué puede salir mal?
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