Intenté retomar mi rutina cotidiana, pero algo había cambiado. El apartamento seguía cayéndoseme encima, pero ya no encontraba tanto placer en bajar al Starbuck's a estudiar. Lo que antaño era acogedor y reconfortante ahora me resultaba incómodo: había demasiada gente, demasiado ruido, e incluso el café parecía más insípido que de costumbre. Me llevó algún tiempo darme cuenta de que el problema no eran el local, ni la gente o el café. El problema era yo mismo, o más bien, la ausencia de Irenka. Ella era la que hacía que todo fuera mágico, diferente y especial y yo - ahora lo sabía - estaba total y completamente enamorado de ella, pero lo había descubierto cuando ya era demasiado tarde. Como escribí más arriba, somos incapaces de reconocer lo que tenemos delante de nuestras narices hasta que un día dejamos de tenerlo.
Comencé a dar largos paseos por la ciudad, sumido en mis pensamientos mientras escuchaba música a todo volumen a través de los auriculares de mi Walkman Sony (sí, aquello que usábamos cuando no había reproductores MP3; así de viejo soy). Sin embargo, pronto descubrí que no me iba a resultar tan fácil sacarme a Irenka de la cabeza: ¿alguna vez os habéis fijado cuántos Starbuck's hay en Madrid? ¿O cuántas personas pasean tomándose un café por la calle? Era como si el universo entero se hubiese conjurado para que todo me recordara a ella.
Algún tiempo después sentí la necesidad de volver a visitar el Starbuck's. Tal vez fuera nostalgia, o simplemente masoquismo puro y duro, qué sé yo. Pero me apetecía volver a sentarme en el mismo sillón y tomar un café en recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue. Por desgracia, mi sitio habitual estaba ocupado por una chica que leía un libro de Patricia Highsmith. Me quedé ahí parado, en seco, con una pinta más estúpida de lo habitual mientras musitaba una torpe disculpa y buscaba otra mesa con la mirada. Entonces ella levantó los ojos del libro y me dijo, con aquella voz tan dulce y familiar que ya no esperaba volver a oír:
- Puedes sentarte conmigo, si quieres. Me sobra una silla.
- Hola - tartamudeé, en un alarde de ingenio verbal - Perdona. Yo... no te había reconocido a este lado de la barra.
- Y sin el uniforme. Tú en cambio estás igual. Un poco más delgado. ¿Te estás dejando barba?
- Sí. Digo, no. Es que he andado un poco liado...
Me senté enfrente de ella mientras mi cerebro procesaba a toda prisa un millón de frases adecuadas y las descartaba con la misma rapidez, pero antes de que pudiese abrir la boca de nuevo Irenka cerró el libro y se inclinó para decirme, casi al oído:
- Tengo que confesarte un secreto, pero me da corte hacerlo. Prométeme que vas a ser un caballero y pienses lo que pienses, no te vas a reír.
- ¡Claro! Palabra de boy-scout - asentí, sinceramente intrigado.
- No estoy aquí por casualidad. Llevo viniendo todos los días a la misma hora desde hace una semana para ver si coincidíamos, pero la verdad, ya estaba a punto de darme por vencida.
Volviendo la vista atrás, ese parecía un buen momento para una réplica aguda e ingeniosa, al estilo de las de Jack Nicholson en "Chinatown"; pero mi boca fue más rápida que mi cabeza y me sorprendí a mí mismo diciendo:
- Ya que estamos en plan de revelar secretos te confesaré qué, en realidad, nunca he venido por el café...
Nos quedamos mirándonos en silencio durante unos interminables segundos, tan cerca el uno del otro que podía percibir como su flequillo oscilaba al ritmo de mi respiración. Y entonces, ella me dedicó la sonrisa más hermosa que una chica me haya dirigido jamás, y fue como si la primavera misma entrase por la puerta del local y todo a nuestro alrededor - la luz, los colores, su rostro - cobrase una nueva y mágica dimensión. Así que hice lo único que parecía tener sentido en ese momento y la besé. Estábamos rodeados de clientes, pero es lo bueno que tiene Madrid: la gente no se sorprende por nada, y todo el mundo va a lo suyo, así que nadie reparó en nosotros cuando nos fuimos, dejando nuestros cafés intactos sobre la mesa, como únicos testigos silenciosos de que alguna vez habíamos estado ahí.
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