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Todos somos Conchita Wurst

Lunes 12 de Mayo de 2014 10:44
 

Todos somos Conchita Wurst

Eurovisión, ese festival antiguo y hortera que no ve nadie, anotó el sábado por la noche un espectacular 35,2% de share. Más de cinco millones de españoles vieron cómo Ruth Lorenzo hizo una actuación de 10 ante toda Europa y, aunque este año tampoco pudo ser, algunos como yo nos quedamos con buen sabor de boca tras la merecidísima victoria de Conchita Wurst. Y antes de que los detractores de la Conchi comencéis a despotricar en los comentarios, dejad que explique por qué es merecida su victoria.

Como todos sabemos, Eurovisión es mucho más que un escenario en el que un puñado de países van a cantar sus canciones ante el resto del continente. Aunque la música es importante, el contexto social, económico y político juega un papel casi tan importante como la calidad de la canción o su puesta en escena. Echemos la vista atrás: a la España de finales de los sesenta le vino de perlas ganar Eurovisión y poder transmitir al resto de países participantes -falsos discursos propagandísticos mediante- que, a pesar de estar bajo el yugo de un gobierno dictatorial, represor y criminal, podíamos ser tan avanzados y cosmopolitas como Noruega (como poco).

Hoy son países como Azerbaiyán, Armenia, Georgia o Bielorrusia los que esperan durante todo el año esos tres minutos en los que poder explicar a más de 100 millones de personas que en su país no sólo hay cabras y gente que sobrevive con 120 euros al mes, sino que también pueden ser modernos. Y que ese mensaje, por supuesto, sirva para atraer turismo, inversiones y, en definitiva, dinero. Hasta aquí todo fenomenal.

Pero, como he dicho antes, en Eurovisión también se reflejan otras muchas cosas: desde las penurias económicas (Portugal no participó el año pasado debido a su crisis galopante) hasta las crisis sociales, pasando por las alianzas geopolíticas. Este año, el festival llegaba calentito: por un lado, tenemos el follón que hay armado entre Ucrania y Rusia (que, si nos despistamos, dentro de poco será igual de grande que San Marino) y, por el otro, la ola de homofobia y conservadurismo rancio que ha nacido en el país del vodka y a la que otros países, homófobos e intolerantes desde siempre, se han apuntado para por fin poder condenar públicamente lo que ellos consideran como aberraciones morales.

En septiembre de 2013, Austria anunció que su representante en Eurovisión sería Conchita Wurst. La polémica decisión de llevar a una cantante barbuda y, atención, no para hacer un numerito a lo Alf Poier sino para cantar con solvencia un temazo para cuya interpretación ya quisieran muchas tener la voz de Conchita, no gustó mucho en Austria. Un mes después del anuncio, el Ministerio de Información de Bielorrusia recibió una petición para que la emisora ​​estatal BTRC no emitiese la actuación de Wurst en Eurovisión, en la que se alegaba que Eurovisión se convertiría "en un semillero de la sodomía". Peticiones similares se produjeron también en Rusia y en Azerbaiyán.

El recelo ante la participación de Conchita continuó cuando el gran favorito para ganar, el armenio Aram MP3, soltó en una entrevista que la imagen de Conchita "no es normal ni adecuado. Ojalá en Copenhague le ayudemos a decidir si es un hombre o una mujer". Pero la cosa no quedó ahí. Aram añadió lo siguiente: "Si quieren saber mi posición, cuando paso por Kom Aygi -un parque del centro de Yerevan frecuentado por gays y transexuales-, acelero mi coche. En este caso, intentaré aguantarlo como pueda". Y terminó este rosario de comentarios proclamando que "no vivo esa vida, e independientemente de cómo progrese o evolucione el mundo, éste es un asunto inaceptable para mí".

Como decía un amigo mío en Facebook, el sábado por la noche países como Rusia, Armenia, Bielorrusia, Georgia o Azerbaiyán se vieron obligados a ver no una, sino dos veces, la actuación de esa artista a quien habían despreciado, insultado y humillado sólo por no ser igual que ellos. La victoria de Conchita Wurst el sábado en Copenhague es mucho más que 290 puntos: es una bofetada en la cara de la gente intolerante, de los que se creen que tienen la verdad absoluta, de los que consideran tener la superioridad moral de juzgar a los demás en base a lo que ellos creen que es lo adecuado y correcto. Y lo que es más importante: la victoria de Conchita hace callar a estos neandertales y demuestra que este continente está lleno de gente civilizada a pesar de que haya personajes que se dedican a insultar al que es diferente a ellos y a condenarle al ostracismo, la vejación, la vergüenza y hasta el suicidio por ello.

Desde el sábado, todos somos Conchita Wurst.

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